Esta noche ha sido muy extraña. Yo he dormido de tirón desde que nos acostamos con la nena (a eso de las nueve y media) hasta las tres y cuarto de la mañana, hora en la que me he levantado y, aprovechando que no tenía más sueño, he actualizado el diario de viaje. Susana en cambio no ha podido dormir hasta aproximadamente esa hora, pero cuando yo me he levantado, ella se ha quedado “roque” y ha dormido de tirón el resto de la noche. Supongo que el tute de estos días y el viaje de hoy a Beijing nos tiene algo trastocados a todos.
La mañana ha amanecido en Jinan como siempre: gris y fea. Desde luego, vivir aquí tiene que ser un suplicio (chino) si hace siempre este tiempo. Cuanto más salgo al extranjero, más me encanta mi precioso país. Con razón los turistas que vienen a pasar unos días en España acaban disfrutando aquí de su jubilación…
Habíamos puesto los despertadores a las 6:30, pero vista la nochecita que ha pasado la pobre Susana he decidido retrasarlos hasta las 7:30. Total, nosotros somos de hacer la maleta en media hora, así que creo que aún nos sobrará tiempo y todo.
Cuando termino de actualizar el diario aún me queda un ratito hasta que suenen los móviles para despertar a mis dos amores, así que me quedo embobado mirando por la ventana de la habitación. La vista de Jinan, pese a ser fea y gris, me resulta agradable. Aquí hemos conocido a nuestra hija, hemos vivido con ella estos primeros días y hemos sentido la emoción incontenible de desenredar nuestro hilo, que en este caso no es rojo sino verde. Este lugar siempre va a tener un sitio especial en mi corazón, así que por feo y sucio que sea, me da algo de pena no volver a verlo (o sí, ¿quién sabe? La vida da muchas vueltas…)
A la hora programada suena el despertador del móvil. Comienza nuestro día de regreso a Beijing. Empezamos como todas las mañanas: leche calentita para nuestro tesoro, que nada más levantarse nos regala su sonrisa, cambio de pañal y vestimenta y, tras asearnos todos, a desayunar al buffet del hotel. Hoy LY no tiene demasiada hambre (yo creo que nota nuestro nerviosismo por el viaje, las maletas, el cambio de hotel…) y está algo apagada, aunque poco a poco se irá recuperando a lo largo del día.
Subimos de nuevo a la habitación y terminamos de hacer las maletas. No me había equivocado con el pronóstico: acabamos casi media hora antes de que llegue el chico para recoger las maletas, jejeje… A las once menos diez se presenta el “maletero” para ayudarnos a bajar el (pesado) equipaje y nos encontramos en el hall a S., puesta a punto para subir al coche y dirigirnos a la estación. Recuerdo que la llamamos hace un par de días, por lo que imagino que debo saldar alguna cuenta en el hotel antes de irnos. Se lo comento a la guía y me acompaña para aclarar el tema. En el mostrador, me pregunta si hemos cogido el mapa de la habitación… ¡Pues claro! En España los mapas son cortesía del hotel para los visitantes, la contesto. Pues aquí no. Aquí cuestan 5 yuanes. ¡Con razón me ponían caras raras cada vez que les pedíamos un mapa en la recepción y nos lo llevábamos sin pagar! Pues nada, le digo que en total hemos cogido tres mapas (dos en la recepción y uno en la habitación), saldo la cuenta (que no llega a tres euros y medio, pero hay que ser honrados en la vida) y nos vamos al coche por fin.
De nuevo el trayecto del hotel a la estación acaba con un colocón de aúpa, pero al fin llegamos a la puerta (no sin antes esquivar varios coches, pegar cinco o seis frenazos, evitar un accidente que había en la carretera de salida de la autovía y estar a punto de atropellar a media docena de ciclistas y peatones). S. nos indica que va a comprar los tickets del tren y que pasemos mientras tanto el control de seguridad. Sale corriendo (para variar) y nos quedamos allí solos, con tres maletas, una niña, un carrito lleno hasta los topes y un mareo del catorce. Nos miramos con la cara de “ya estamos otra vez…” y nos resignamos a pasar el arco detector de metales y los rayos X. Pero esta vez la cosa cambia: la gente enseña algo a la guardia de seguridad para poder pasar. Como mi nivel de chino es entre nulo y elemental, me dirijo en inglés a la señorita para preguntarla si necesita ver nuestros pasaportes. Nos hace un gesto como diciendo que no y arrastro las maletas hasta donde ella se encuentra mientras decenas de chinos me esquivan para pasar antes (son expertos en el arte de colarse, por cierto). Cuando llego a su altura me para y me pide algo. Al ver que no la entiendo me lo enseña… ¡necesita el ticket del tren! Podéis imaginaros la de cosas que me pasaron por la cabeza relacionadas con nuestra guía (sí, todas malsonantes e irreproducibles aquí…). Cada vez me convenzo más de que no sabe nada de nada.
Puestas así las cosas, vuelvo a sacar las maletas de la cola, las dejo donde está Susana esperando y me voy a buscar a la guía (no sea que entre por otra entrada y nos quiera buscar dentro de la estación). La localizo en una máquina expendedora de tickets sacando el suyo. La cuento lo ocurrido y suelta únicamente un “ah, es verdad”. Ni disculpas ni explicaciones. Vamos, lo típico en ella…
Para sacar su ticket debe poner su DNI chino encima de un lector de códigos QR que, evidentemente, no funciona con nuestros pasaportes. Así que, pese a intentar ahorrar tiempo usando la maquinita de marras, le toca finalmente hacer una cola kilométrica con nuestros pasaportes para sacar los billetes… Pues mira hija, te esperamos juntos en el control de acceso, ¿OK? Uff, esta señora empieza a sacarme de mis casillas…
Conseguimos acceder a la estación, aunque paran a Susana en la entrada por llevar un cuchillo en la bolsa de mano. Es el que usamos para untar el pan y mondar las manzanas de LY, romo completamente y casi sin filo, así que tras sacar todo lo de la bolsa y mostrar que son cosas de bebé, nos dejan continuar. Llegamos a la zona de acceso y cambiamos a la niña (que ha hecho “sus cositas” y no huele a flores precisamente) delante de todo el mundo sin ningún tipo de pudor. La guía no parece estar muy de acuerdo, pero sinceramente nos da igual: el aseo está en la quinta puñeta y aquí no brillan por su limpieza precisamente, así que preferimos usar la sillita donde la llevamos sentada como cambiador improvisado. Finalmente y siguiendo indicaciones de S., dejo el pañal usado en el contenedor de “para reciclar”. Verás la sorpresa que se van a llevar cuando intenten reciclar el “eau de rosas” que hay dentro del paquete-regalo, verás…
Bajamos en el ascensor al andén y la guía se pone a buscar la zona donde parará nuestro vagón. Aquí solo tenemos dos minutos para subir a un tren de más de 24 vagones de largo, así que si nos equivocamos de sitio la hemos liado. La vemos preguntar a unos y a otros, mirar las marcas del suelo y comparar los números con los de nuestros billetes, discutir con un encargado de la estación… Vamos, hacer otra de las suyas del tipo “no-tengo-ni-idea-y-no-quiero-reconocerlo”. Me tiene negro. La advierto que si no para el vagón correcto delante nuestro, me da igual. No pienso recorrer otra vez varios vagones cargado con las maletas, así que me quedo de pie si es necesario…
Por suerte, en esta ocasión ha acertado y nuestro vagón para justo frente a nosotros. El tren bala está genial y los asientos son muy cómodos:
Susana se pone algo melancólica al pensar que estamos sacando a nuestra hija de su provincia natal y que probablemente tardará muchos años (si es que alguna vez lo hace) en volver a pisar esta tierra. No dejaba de darle vueltas al cambio de vida tan enorme que le supone a la peque la salida de su país, el viaje en tren, en avión, el cambio de alimentación, de costumbres, no ver nunca más a sus cuidadoras y la gente que la rodeó durante sus primeros meses de vida… y sin embargo observar que nos regala sus sonrisas de forma reiterada. Un bombón.
Nos traen unos regalitos (algo de bebida de naranja tipo Tang pero con imitación de pulpa de naranja por en medio, que por cierto le encantó a LY, y unas chucherías) y nos relajamos durante la hora y media de trayecto.
Al fin llegamos a Beijing, que hoy parece que tiene menos polución que cuando llegamos (¿o será que nos hemos acostumbrado ya? No sé, no sé…) y la guía nos dirige corriendo hacia las escaleras mecánicas. Definitivamente esta tía está mal de la cabeza. Nos negamos rotundamente a subir con tres maletas, un carro y una niña pequeña por las escaleras llenas de chinos y la obligamos a buscar el ascensor. Cuando por fin lo encuentra (que lo vio Susana) y estamos a punto de entrar, un grupo de chinos uniformados nos pegan la bronca: es sólo para trabajadores de la estación. El ascensor de usuarios está más adelante. Dios, no da una… Encima es una maleducada: soy yo el que tiene que acabar disculpándose, pues ella no dice ni media. En fin, de donde no hay no se puede sacar.
Subimos a la estación por el ascensor y la zona a la que acabamos accediendo no tiene salida. S. pregunta a una de las policías que le indica que debemos entrar a la estación (pasando por los controles de seguridad nuevamente) para luego volver a salir. Estos chinos están fatal, pero fatal fatal. Encima la guía se enzarza en una acalorada discusión con la policía. ¿Pero es que no ves que ya te ha dicho lo que hay y que no se va a saltar los controles por tu cara bonita? Madre mía, que calentito me voy poniendo por momentos…
Hacemos la cola de siempre, pasamos los controles (esta vez ni siquiera han preguntado por el cuchillo) y la guía se pone a buscar la salida. Vista su incompetencia absoluta para desenvolverse en situaciones desconocidas para ella (más tarde acabaría reconociendo que casi nunca ha tenido que venir a la estación de tren porque todo el mundo se desplaza en avión), me toca tomar la iniciativa, adelantarme unos metros y mirar el cartel donde pone claramente dónde se encuentran ubicadas las salidas. Se lo digo y ni contestar. “Uno dos y tres, cuatro cinco y seis, yo me calmaré, todos lo veréis” me repito cual mantra para evitar soltarla una barbaridad… Es una lástima que el viaje de nuestras vidas, un viaje que recordaremos para siempre, tenga también una parte algo más oscura debido a que nuestra guía no sabe moverse de forma adecuada y, lo que es peor, que no muestra especial interés por nosotros (tres días sin llamarnos siquiera en Jinan lo demuestran). No sé, creo que debería haber más sensibilidad en su actitud, pues nosotros ya tenemos las emociones a flor de piel por lo que estamos viviendo y todo lo magnificamos, incluso las cosas más insignificantes…
Salimos del laberinto de la estación de Beijing al fin y allí está esperándonos el chófer. Esta vez se trata de un tío muy majete, campechano el hombre, que sube las maletas haciendo el gesto de “¿pero aquí qué lleváis? ¿piedras o qué?” y bromea como si fuera a cargar también la maleta del chino que está a sus espaldas… Jejeje, me ha caído bien el hombrecillo. Arranca y nos dirigimos a nuestro hotel. A la pregunta de cuánto tardamos aproximadamente nos responde S. con un “40 minutos. Atasco. Hora punta”. Genial… nuevo colocón a la vista.
Llegamos al fin al hotel, ya con ganas de dejar las maletas y comer algo (son más de las tres de la tarde), pero por el camino S. ha llamado a Air China para intentar reservarnos la cuna de viaje para la vuelta y le han dicho que debemos ir en persona a las oficinas, así que me temo que hoy toca ayunar. Acompaño a Susana a la habitación, dejamos las maletas y ella se queda con LY (que también necesita comer y descansar) mientras yo me voy con nuestra guía a coger el metro de Beijing en hora punta, sin comer y medio mareado. Esto se pone interesante…
Bajo al hall del hotel y está esperándome algo impaciente. Echa a andar a su ritmo, pero ¡ay amiga! Mi mala leche española está a punto de hacer su entrada en escena. No sabes con quién te metes: un padre enfurecido puede resultar más letal que McGyver con una navaja suiza… Me pongo a andar con ella, siguiéndola el ritmo y cuando se vuelve para ver dónde me he quedado la adelanto y la saludo sonriente. Pega un respingo. No esperaba que la siguiera a su velocidad. “Sin maletas yo también sé andar rápido”, la respondo con la mejor de mis sonrisas. España 1 – China 0.
Compramos el billete de metro (2 yuanes) y nos dirigimos a coger la primera de las líneas. Yo pensaba que había visto gente apiñada en un metro en Madrid, pero nada que ver con lo que hay aquí. ¡La cantidad de chinos que pueden caber en un vagón bien apiñaditos, oye! Increíble.
El metro arranca y entramos en el primer túnel. El convoy va rapidísimo, pero por la ventana estoy viendo un spot de Cocacola… ¿Cómo? Pues sí: todo el túnel, TODO, está repleto de pantallas LCD que, sincronizadas de forma milimétrica, te muestran spots publicitarios incluso mientras viajas en metro. Si no hay doscientas pantallas por cada lado en cada túnel no hay ninguna. La de dinero que debe costar esto, señor…
Tras cambiar de línea, llegamos al fin a las oficinas de Air China en Beijing. Nos atienden enseguida (hay más de cuarenta o cincuenta mostradores y no hay cola, así que al coger el número en la máquina expendedora somos los siguientes) y hablamos con un chico jovencito que, de forma súper eficiente, resuelve todas las dudas y problemas que le presentamos. Al salir de allí ya sabemos dónde nos vamos a sentar en el avión, que tenemos reservada y garantizada la cuna de viaje para LY, que Susana y yo viajamos sentados juntos y que a LY le prepararán un menú especial para niños menores de dos años. Genial. Esto sí es eficacia.
Regresamos al hotel con el mismo metro pero algo más relajados ya. La guía se va a quedar finalmente en nuestro mismo hotel, pues hay un grupo de turistas franceses que viaja con la misma agencia que nosotros y ya han reservado habitación para su guía, por lo que al día siguiente irá más holgada de tiempo y no tendrá que madrugar mucho para estar a las nueve en el hall.
Subo al fin a la habitación. Son casi las seis de la tarde y no he comido nada, pero la verdad es que casi no tengo ya ni hambre. Susana le ha dado hace rato de comer a la peque y está durmiendo cual angelote. Yo me quedo esperando la llamada de S. para saber en qué habitación se alojará (por si necesitamos algo de ella), de forma que al sonar el teléfono pueda coger rápido y no nos despierte a LY.
Al cabo de un rato nos tocan a la puerta con los nudillos. Se trata de una familia del país vasco que ha adoptado en otra provincia y con los que coincidiremos estos días aquí en Beijing. Se presentan, charlamos un rato (¡qué gusto da poder hablar con alguien en tu idioma que te entiende a la perfección y está viviendo la misma aventura que tú!) y nos dicen que están a cuatro habitaciones de nosotros, así que quedamos en bajar luego juntos a comprar algo de agua y cenar.
Por la noche, compramos el agua y unas cuantas botellas del “zumo” de naranja que nos han dado en el tren y tanto ha gustado a LY y nos vamos a cenar al sitio más socorrido donde se puede ir con niños sin tener que deambular por una ciudad desconocida: un McDonalds cercano al hotel. ¡Lástima que no esté preparado para carritos! Subimos las escaleras llevando Susana a la peque en brazos y yo el carro con la compra en la cestilla.
Cenamos tranquilamente y nos volvemos al hotel, rendidos, para acostarnos con la peque. Estos días hemos estado haciendo colecho con LY, que realmente lo necesitaba pues la única forma de que se quedara calmada era durmiendo entre los dos y agarrándonos con sus pequeñas manitas, pero por la noche se mueve cual rabo de lagartija y no estamos descansando bien. Hoy hemos decidido, con todo el dolor de nuestro corazón, hacer algo intermedio: se dormirá entre nosotros y, una vez dormida, la pasaremos a la cuna. La jugada sale bien y la niña no se despierta, por lo que al fin, desde que nos la entregaron, conseguimos dormir la noche sin patadas en la espalda o movimientos extraños a las tantas de la mañana. Ya veremos mañana cuando se despierte y se vea en la cuna cómo reacciona, pero realmente lo necesitamos.
Mañana toca visita a la Gran Muralla. La verdad es que LY está ya mejor y tiene que ser impresionante, así que haremos caso omiso del casi seguro mareo que vamos a coger en el microbús y nos aventuraremos a verla. Pero eso será mañana… ¡A dormir!
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